Hoy la clase de
kárate
se convierte
en una
contemplación
activa.
El cuerpo cansado se entrega a la luz
del atardecer.
La mente que anhela presente
y prescencia
se queda en casa.
En esta hora apacible de la casa desierta a las 8 de la tarde. El tiempo inmóvil.
El crepúsculo sigue su curso en su película de luz. El viento sacude la ropa tendida
y el cristal de las ventanas. Una persiana cierra. Y luego otra. El motor de un coche
se aleja. Quietud. Shizukesa. Los evocadores sonidos del silencio cuando nadie los
escucha.
Cómo puedes cerrar los ojos para meditar?
Es la hora
violeta.
Nubes de algodón sobre el horizonte. Abrazando cálidamente a la montaña que cambia
su traje de negro y luces. Una minúscula chimenea de humo de incienso sobre la mesa.
El pareo de mar y la toalla cuelgan de las bisagras de la ventana, impregnando el aire
de olor a salitre y cloro de la piscina y gel de ducha. Cada objeto de este mandala habla
de la tierra pura. El paraíso terrenal.
Silencio.
Los motores del aire acondicionado de las casas vecinas se acallan
con la llegada de abril.
Pero al perro que llora y llora
no le importa la primavera
ni la hora del día.
La voz del viento cuando se encuentra con el toldo verde en el balcón
cuando el sol ya se ha ido.
La voz del viento en el crujir de la puerta
o en el interior del armario.
La voz del viento en el planear
y aletear
de las gaviotas
aunque ya no la oiga.
La voz del viento en las nubes que se desplazan en silencio.
La voz del movimiento,
de la impermanencia.
De la muerte.
La voz de la vida.
Ahora sí, las gaviotas
saludan al crepúsculo.
Marié